De las carreteras aún existentes, las más antiguas fueron construidas por los romanos. La vía Apia empezó a construirse alrededor del 312 a.C., y la vía Faminia hacia el 220 a.C. En la cumbre de su poder, el Imperio romano tenía un sistema de carreteras de unos 80.000 km, consistentes en 29 calzadas que partían de la ciudad de Roma, y una red que cubría todas las provincias conquistadas importantes. Las calzadas romanas tenían un espesor de 90 a 120 cm., y estaban compuestas por tres capas de piedras argamasadas cada vez más finas, con una capa de bloques de piedras encajadas en la parte superior. Según la ley romana toda persona tiene derecho a usar las calzadas, pero los responsables del mantenimiento eran los habitantes del distrito por el que pasaba. Este sistema era eficaz para mantener las calzadas en buen estado mientras existiera una autoridad central que lo impusiera; durante la edad media (del siglo X al XV), con la ausencia de la autoridad central del Imperio romano, el sistema de calzadas empezó a desaparecer.
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Estos bloques se colocaban en distintos tramos e indicaban al viajero la distancia a la que se situaba Roma, la capital imperial, o las direcciones a seguir y la distancia entre las ciudades que unía la vía donde se erigían. Los miliarios eran indispensables para orientar e informar a quienes transitaban por las rutas, bien a pie, a caballo o en carros. Precisamente estas calzadas romanas fueron claves para la rápida expansión de las fronteras imperiales: el Ejército y los comerciantes podían desplazarse con relativa facilidad a lo largo de los más de 80.000 kilómetros de los que constaba esta red de carreteras romanas, indispensable en la vertebración del Imperio.
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